En los años 30, cuando el diseño y la tecnología de los automóviles comenzó a ser importante pero también cuando su uso se empezó a masificar, hubo una marca nacida con el siglo XX, de esas que fabricaban los carísimos juguetes para niños ricos precedentes al modelo T de Ford, que tomó una decisión crucial y que marcaría su historia por los próximos cincuenta años. A diferencia de Rolls-Royce, DeDion-Bouton o incluso
Packard, Cadillac, que ya pertenecía al gigante General Motors decidió sumarse a la ola de la masificación y la fabricación en serie, Muy pocas marcas siguieron el ejemplo, a pesar de que las que siguieron fabricándose a mano, con muy raras excepciones, no sobrevivieron a la Gran Depresión.
Muy rápidamente, el balance entre diseño, estilo y tecnología dentro de un paquete de fabricación masiva se convirtió en un referente. Tanto, que el mismísimo Henry Ford tuvo que crear una división en su compañía
para poder competir, a la que llamó Lincoln. Desde 1933 hasta 1973, simplemente todos trataban de imitar a Cadillac. La marca se convirtió en sinónimo de gran calidad, categoría y potencia. Estandarizó el motor V8, las aletas traseras, la transmisión automática, la pintura de tres capas, los cromados… En suma, era un símbolo tan americano como las hamburguesas, las fuentes de soda y la cultura suburbana.
Luego, todo cambió. La primera y más maltratada víctima de la crisis
petrolera de 1973, rematada con la segunda crisis en 1978, agonizó, sin acabar de morir sin embargo, por otros casi 40 años. Cadillac, otrora sinónimo de éxito y fama, perdió la brújula. Los hermosos y únicos ElDorado y LeSabre de los 50 y 60 se convirtieron en los espantosos Fleetwood y LeBaron de los 80 y 90. Como símbolo de la industria automotriz americana, cometió todos los errores de la misma. Los autos eran diseñados estrictamente para el gusto de John Doe, por lo tanto inexportables; la pérdida de competitividad se quiso frenar con bajas constantes del precio, en lugar de ser innovadores o atractivos, y la
calidad de la mano de obra sufrió muchísimo por ello. Y para colmo, lo único que terminaba distinguiendo a un Cadillac del resto de los autos de General Motors eran unos extras de horrible gusto kitsch, tales como asientos forrados en imitación de cuero, teñido de rojo brillante y con “botones”.
El año 2008, el hasta entonces mayor fabricante de automóviles del mundo en términos de volumen de ventas a nivel mundial, General
Motors, sufrió un doble revés. Primero, las cifras rojas llegaron a tal punto que tuvo que declararse en quiebra técnica. Segundo, Toyota lo relegó, por primera vez desde 1939, al segundo lugar mundial en ventas. En consecuencia, el gobierno federal estadounidense se vio obligado a intervenir con un paquete de rescate. Y ese paquete incluyó la reforma total y completa de la línea Cadillac, mediante un proceso de
benchmarking abiertamente referido a las marcas Premium alemanas, en partículas BMW. Y fue en buena hora.
Cierto, imitar es admitir que se ha perdido el liderazgo, pero considero que continuar en negación hubiera sido mucho peor. Primero fue el CTS, y poco después el CTS-V, que buscan competir directamente con el BMW serie 5 y el M5, respectivamente. Ahora es con el ATS,
claramente apuntado a competir con el BMW serie 3. No hace falta una bola de cristal para prever en un futuro cercano un modelo ATS-V, destinado a competir con el mejor auto del mundo, el M3. Por ahora Cadillac sigue a la zaga de su competencia, pero una serie de acertados pasos dirigidos a recuperar el tiempo perdido, presentar modelos de diseño mundial, deportivos y lujosos, repletos de tecnología, innovadores y divertidos es, sin lugar a dudas, una mejora sustancial. Y, si Cadillac juega sus cartas bien, si sigue en este rumbo y logra acumular el impulso suficiente para comenzar a desarrollar sus propias innovaciones, puede ocurrir, incluso hasta antes de concluir la primera mitad de esta década, que la marca logre volver al futuro.
Esteban
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